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Está escrito que debemos partir, pero no el puerto de llegada.
Con veinticuatro años me encuentro postrado en el fondo de mi habitación,  mientras mi hermana me propina unos masajes en las piernas para conciliar los efectos del haloperidol.
La noción del tiempo y del espacio ha sido alterada, y a pesar de no hacer nada en el día, no encuentro el momento de hacer algo productivo. Simplemente, he entregado mi destino.
Ahí fuera, los días y las lunas se suceden…, hasta que recibo una señal de mi interior: “Tienes que empezar a moverte o tus arterias van a explotar por el colesterol”.
Guiado por una energía de origen desconocido, comienzo a andar por los montes de Ceuta dos o tres horas diarias, y el ánimo se ve recompensado. Pierdo quince kilos.
Con una ilusión renovada empiezo a salir a la calle y tomarle el pulso a la Ciudad. Deambulo sin rumbo, eso sí, ajeno al ir y venir de los trabajadores que han de llevar el pan a sus casas. En este entonces desconozco que pertenezco al colectivo de personas con un malestar psíquico grave. Mi mejoría es bastante, sin embargo, se me queda cara de circunstancias cuando me cruzo con un viejo amigo y me hace la pregunta fatal: “Hombre Basilio, ¿qué tal te va la vida?”.
Paralelamente, dado que las horas del día son amplias, empiezo a madurar la idea de iniciarme en el arte de la escritura. Pensé: “sería como reconquistar mi pasado si consigo el nivel suficiente como para colaborar con la prensa local”. Ejerzo el oficio de emborronar cuartillas (cada vez con mejor tino, en justa opinión).
Ya tengo algo que contar, y mi entorno respeta mis intentos. Tan es así, que mi amigo Jesús, que cumplía un servicio en ACEFEP, le comenta a Chari, la monitora de ocio, sobre mi existencia. Y sin mediar un solo día me persono en los locales de la marina para ejercitar los talentos de un pequeño grupo de usuarios. Nace el taller de narrativa, como servicio y como experiencia de aprendizaje en primera persona. Pronto recibo la oferta de abrir una columna solidaria en el tabloide de la ciudad. Por fin soy colaborador de El Faro de Ceuta, y firmo “La esquizofrenia de Basi”.
Paralelamente, y con lágrimas de emoción, me comunican que he conseguido una plaza de funcionario. El círculo de la inserción laboral ha sido completado, y ya sólo tengo que redoblar mi atención y mis preocupaciones para participar como es debido.
Un poco antes, frecuentaba los húmedos locales de ACEFEP con motivo del taller cuando una técnico me invita a formar parte en la junta directiva. Acepto y empiezo a conocer el lenguaje asociativo desde el otro lado, desde dentro. Palabras como “estigma”, “empoderamiento”, “modelo asertivo” aparecen en mi diccionario.
La vocalía deja paso a la secretaría, y tras un sin fin de actas, la presidenta, Mª Carmen Barranco, me da una buena nueva: nace en Madrid el Comité Pro Salud Mental En Primera Persona. Y yo soy llamado a representar a Ceuta.
Tomo conciencia de que pertenezco a un colectivo muy golpeado. Mi gente se debate entre la abultada medicación y la falta de oportunidades. Es un imperativo propio, como responsable, que el Comité sirva para alterar esta realidad, o al menos que propicie ese cambio.
Llega el día. Por compromiso generacional, por espíritu de servicio, y sobre todo porque hay un gran equipo técnico a mi alrededor, doy un paso al frente y soy elegido en asamblea como presidente. Ahora habré de exportar la idea de que una buena política en salud mental es necesaria y cuanto menos, posible. También diré que somos los propios afectados los que tenemos que liderar la causa de la inclusión.
Tened claro que sin mi manera de entender la participación nada de esto hubiera sido posible.
Artículo publicado en el número 2 de la Revista Encuentro, 2017.
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Empezar

05/01/2018

Artículo de opinión de Basilio García Copín, presidente de Salud Mental Ceuta y miembro del Comité Pro Salud Mental en Primera Persona de la Confederación SALUD MENTAL ESPAÑA. Publicado en el nº 2 de la Revista Encuentro de 2017.

Basilio García Copín
Está escrito que debemos partir, pero no el puerto de llegada.
Con veinticuatro años me encuentro postrado en el fondo de mi habitación,  mientras mi hermana me propina unos masajes en las piernas para conciliar los efectos del haloperidol.
La noción del tiempo y del espacio ha sido alterada, y a pesar de no hacer nada en el día, no encuentro el momento de hacer algo productivo. Simplemente, he entregado mi destino.
Ahí fuera, los días y las lunas se suceden…, hasta que recibo una señal de mi interior: “Tienes que empezar a moverte o tus arterias van a explotar por el colesterol”.
Guiado por una energía de origen desconocido, comienzo a andar por los montes de Ceuta dos o tres horas diarias, y el ánimo se ve recompensado. Pierdo quince kilos.
Con una ilusión renovada empiezo a salir a la calle y tomarle el pulso a la Ciudad. Deambulo sin rumbo, eso sí, ajeno al ir y venir de los trabajadores que han de llevar el pan a sus casas. En este entonces desconozco que pertenezco al colectivo de personas con un malestar psíquico grave. Mi mejoría es bastante, sin embargo, se me queda cara de circunstancias cuando me cruzo con un viejo amigo y me hace la pregunta fatal: “Hombre Basilio, ¿qué tal te va la vida?”.
Paralelamente, dado que las horas del día son amplias, empiezo a madurar la idea de iniciarme en el arte de la escritura. Pensé: “sería como reconquistar mi pasado si consigo el nivel suficiente como para colaborar con la prensa local”. Ejerzo el oficio de emborronar cuartillas (cada vez con mejor tino, en justa opinión).
Ya tengo algo que contar, y mi entorno respeta mis intentos. Tan es así, que mi amigo Jesús, que cumplía un servicio en ACEFEP, le comenta a Chari, la monitora de ocio, sobre mi existencia. Y sin mediar un solo día me persono en los locales de la marina para ejercitar los talentos de un pequeño grupo de usuarios. Nace el taller de narrativa, como servicio y como experiencia de aprendizaje en primera persona. Pronto recibo la oferta de abrir una columna solidaria en el tabloide de la ciudad. Por fin soy colaborador de El Faro de Ceuta, y firmo “La esquizofrenia de Basi”.
Paralelamente, y con lágrimas de emoción, me comunican que he conseguido una plaza de funcionario. El círculo de la inserción laboral ha sido completado, y ya sólo tengo que redoblar mi atención y mis preocupaciones para participar como es debido.
Un poco antes, frecuentaba los húmedos locales de ACEFEP con motivo del taller cuando una técnico me invita a formar parte en la junta directiva. Acepto y empiezo a conocer el lenguaje asociativo desde el otro lado, desde dentro. Palabras como “estigma”, “empoderamiento”, “modelo asertivo” aparecen en mi diccionario.
La vocalía deja paso a la secretaría, y tras un sin fin de actas, la presidenta, Mª Carmen Barranco, me da una buena nueva: nace en Madrid el Comité Pro Salud Mental En Primera Persona. Y yo soy llamado a representar a Ceuta.
Tomo conciencia de que pertenezco a un colectivo muy golpeado. Mi gente se debate entre la abultada medicación y la falta de oportunidades. Es un imperativo propio, como responsable, que el Comité sirva para alterar esta realidad, o al menos que propicie ese cambio.
Llega el día. Por compromiso generacional, por espíritu de servicio, y sobre todo porque hay un gran equipo técnico a mi alrededor, doy un paso al frente y soy elegido en asamblea como presidente. Ahora habré de exportar la idea de que una buena política en salud mental es necesaria y cuanto menos, posible. También diré que somos los propios afectados los que tenemos que liderar la causa de la inclusión.
Tened claro que sin mi manera de entender la participación nada de esto hubiera sido posible.
Artículo publicado en el número 2 de la Revista Encuentro, 2017.