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Viene de lejos el estigma y durante tanto tiempo que casi lo llevamos grabado, por lo menos su concepto, en el ADN. Se da, sobre todo, en minorías. Pero aquí hablamos de salud mental y no somos minoría, qué incongruencia. Creía que era la sociedad quien te señalaba cuando te diagnosticaban, pero reflexionando para este artículo, me he dado cuenta de que somos nosotros mismos al detectar que algo no va bien y que a lo mejor necesitamos ayuda: nos señalamos y nos autoestigmatizamos por el qué dirán.

Nos replegamos en nosotros mismos, haciendo caso omiso de lo que estamos sufriendo, y ponemos nuestra mejor cara con la esperanza de que nadie note que estamos rotos por dentro.

Desde la revolución industrial se ha avanzado a pasos agigantados en medicina, ingeniería, comunicaciones y un largo etcétera, pero, en lo humano, la moral, la ética y sobre todo en empatía, prácticamente cero. Y es tristísimo.

Cuando empiezas a ser consciente de que algo va mal en tu cabeza, en tu interior, ya llevas algún tiempo con ese malestar en tus entrañas. No te levantas un día, chasqueas los dedos y de repente tienes un problema de salud mental… no funciona así. Es algo que se va macerando y dando pequeños signos de que algo va mal durante un tiempo, que puede ser mayor o menor dependiendo de la enfermedad y del enfermo.

En mi caso, que es trastorno adaptativo mixto (depresión y ansiedad), me fui aislando poco a poco de la gente o ellos de mí, no lo tengo muy claro. Lo que sé es que hacíamos planes para salir, hacer cosas y a mí me apetecía, pero cuando llegaba el día, no podía ni levantarme de la cama y tenía que avisar de que no podía ir.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]Empezaron a recriminarme y decirme que era una malqueda, que no se podía contar conmigo para nada, cosas que me hacían sentir muy mal. Ponía mi mejor cara mientras aceptaba las críticas y ponía excusas de lo más variado. Pero siempre con una sonrisa.

Empezaron a quedar conmigo cada vez menos hasta que desapareció mucha gente de mi vida. Estaba destrozada. ¿Cómo nadie veía mis ojos apagados, mi sonrisa forzada? ¿Por qué solo me llovían críticas y nadie se molestaba en preguntarme si me pasaba algo o si me encontraba bien? Quizás fueron ellos los que no estuvieron ahí y con los que no se podía contar.

Fue un mazazo, no lo voy a negar, pero aún me quedaban algunas personas. Contadas con los dedos de una mano y me sobraban dedos, pero ahí estaban. Y se preocupaban por mí y me preguntaban cómo me sentía. Aun después de decirles que iba al psiquiatra.

¡Qué vergüenza! Sí, vergüenza de ser una loca, una tarada mental y todos esos adjetivos que se reservan para la gente que anda mal de la cabeza. Me avergonzaba de mí misma, me autoestigmatizaba y esa era la verdadera vergüenza. La que nos graba a fuego la sociedad de los normativamente cuerdos. Cuerdos que, si rascásemos un poco en sus cabecitas, también tienen sus mierdas y quizá necesiten, incluso, más ayuda que nosotros. Pero se creen mejores por poder seguir manteniendo las apariencias de lo cuerdos que están. Suerte que aún no han llegado a lo más profundo del pozo.

Debo aclarar, que las personas que se quedaron a mi lado o están a mi lado, son personas que han tenido en su familia, entorno o ellos mismos, algún caso de salud mental. Supongo que por eso me entendieron y me entienden. ¿¡Y los demás!? Pena de ignorancia.

 

 

 

 

Artículo de opinión, pertenenciente a la sección "La Voz de SALUD MENTAL ESPAÑA", publicado en el nº 3 de la Revista Encuentro, 2021.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column width="1/4"][vc_btn title="VOLVER A NOTICIAS" style="gradient-custom" gradient_custom_color_1="#ffffff" gradient_custom_color_2="#ffffff" gradient_text_color="#005b50" shape="square" align="center" i_icon_fontawesome="fa fa-chevron-circle-left" add_icon="true" link="url:%2Fnoticias%2F|title:NOTICIAS||"][/vc_column][vc_column width="1/4"][/vc_column][vc_column width="1/4"][/vc_column][vc_column width="1/4"][/vc_column][/vc_row]
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El estigma en salud mental

01/04/2022

Artículo de opinión de Estefanía Arias, integrante del Comité Pro Salud Mental de la Federación Salud Mental Castilla y León. Publicado en el nº 3 de la Revista Encuentro, año 2021.
Estefanía Arias

Ay el estigma, el estigma… El tan odioso y odiado estigma.

Viene de lejos el estigma y durante tanto tiempo que casi lo llevamos grabado, por lo menos su concepto, en el ADN. Se da, sobre todo, en minorías. Pero aquí hablamos de salud mental y no somos minoría, qué incongruencia. Creía que era la sociedad quien te señalaba cuando te diagnosticaban, pero reflexionando para este artículo, me he dado cuenta de que somos nosotros mismos al detectar que algo no va bien y que a lo mejor necesitamos ayuda: nos señalamos y nos autoestigmatizamos por el qué dirán.

Nos replegamos en nosotros mismos, haciendo caso omiso de lo que estamos sufriendo, y ponemos nuestra mejor cara con la esperanza de que nadie note que estamos rotos por dentro.

Desde la revolución industrial se ha avanzado a pasos agigantados en medicina, ingeniería, comunicaciones y un largo etcétera, pero, en lo humano, la moral, la ética y sobre todo en empatía, prácticamente cero. Y es tristísimo.

Cuando empiezas a ser consciente de que algo va mal en tu cabeza, en tu interior, ya llevas algún tiempo con ese malestar en tus entrañas. No te levantas un día, chasqueas los dedos y de repente tienes un problema de salud mental… no funciona así. Es algo que se va macerando y dando pequeños signos de que algo va mal durante un tiempo, que puede ser mayor o menor dependiendo de la enfermedad y del enfermo.

En mi caso, que es trastorno adaptativo mixto (depresión y ansiedad), me fui aislando poco a poco de la gente o ellos de mí, no lo tengo muy claro. Lo que sé es que hacíamos planes para salir, hacer cosas y a mí me apetecía, pero cuando llegaba el día, no podía ni levantarme de la cama y tenía que avisar de que no podía ir.

Empezaron a recriminarme y decirme que era una malqueda, que no se podía contar conmigo para nada, cosas que me hacían sentir muy mal. Ponía mi mejor cara mientras aceptaba las críticas y ponía excusas de lo más variado. Pero siempre con una sonrisa.

Empezaron a quedar conmigo cada vez menos hasta que desapareció mucha gente de mi vida. Estaba destrozada. ¿Cómo nadie veía mis ojos apagados, mi sonrisa forzada? ¿Por qué solo me llovían críticas y nadie se molestaba en preguntarme si me pasaba algo o si me encontraba bien? Quizás fueron ellos los que no estuvieron ahí y con los que no se podía contar.

Fue un mazazo, no lo voy a negar, pero aún me quedaban algunas personas. Contadas con los dedos de una mano y me sobraban dedos, pero ahí estaban. Y se preocupaban por mí y me preguntaban cómo me sentía. Aun después de decirles que iba al psiquiatra.

¡Qué vergüenza! Sí, vergüenza de ser una loca, una tarada mental y todos esos adjetivos que se reservan para la gente que anda mal de la cabeza. Me avergonzaba de mí misma, me autoestigmatizaba y esa era la verdadera vergüenza. La que nos graba a fuego la sociedad de los normativamente cuerdos. Cuerdos que, si rascásemos un poco en sus cabecitas, también tienen sus mierdas y quizá necesiten, incluso, más ayuda que nosotros. Pero se creen mejores por poder seguir manteniendo las apariencias de lo cuerdos que están. Suerte que aún no han llegado a lo más profundo del pozo.

Debo aclarar, que las personas que se quedaron a mi lado o están a mi lado, son personas que han tenido en su familia, entorno o ellos mismos, algún caso de salud mental. Supongo que por eso me entendieron y me entienden. ¿¡Y los demás!? Pena de ignorancia.

 

 

 

 

Artículo de opinión, pertenenciente a la sección «La Voz de SALUD MENTAL ESPAÑA», publicado en el nº 3 de la Revista Encuentro, 2021.